31 de Diciembre y otro año que se despide.
Hay quien aprovecha para reflexionar sobre el año que dejamos pero yo he decidido recordar algunos momentos vividos en otras nocheviejas y tratar de dar respuesta a esas cuestiones tan extrañas que siempre me inquietan.
Como siempre (Bueno, desde hace unos años), la tarde del 31, aparte de ejercer de pinche de cocina de mi señora madre, soy el catador oficial de los alimentos que vamos a ingerir esa misma noche (Este último puesto me lo he adjudicado yo, no por glotonería, qué vaaaaa…, sino por evitarle a mi madre el tener que probar ella misma todas sus sabrosas comidas que eso es mucho trabajo pa uno solo… Ejem…).
Muy posiblemente nos pondremos a hacer unas riquísimas trufas caseras de chocolate para tomar como postre en la comida del día 1, que tienen el don de la invisibilidad pues, nada más que se ponen en la mesa desaparecen que da gusto ;P
Lo mejor de todo, aparte de comerlas es la elaboración de las mismas con la mantequilla, la leche condensada, el chocolate de cobertura, las virutas de chocolate y el licor… Ay, el licor, que siempre nos depara una curiosa escena navideña que se repite año tras año:
Mi señora madre está toda feliz echando licorcito a la masa de las trufas y, en determinado momento, cuando ella ya cree que ha echado suficiente, dice:
– Uy, me parece que estoy echando demasiado…
A lo que yo contesto siempre:
– Y… ¿Qué tal si vuelves la botella hacia arriba, mamá? XD
El primer fin de año que recuerdo fue uno de los años 80 cuando yo era un joven e inocente muchachito. Estábamos en casa de mis abuelos y apareció por la tele la cantante bizca italiana Sabrina Salerno. Cantaba en playback su única canción conocida (Boys, boys, boys) embutida en un corsé blanco que dejaba poco lugar a la imaginación. Se movía dando unos saltitos que más bien parecían las contorsiones de una epiléptica y, claro, teniendo un busto generoso y con semejantes aspavientos pasó lo que tenía que pasar. Se le salió una.
¡Zas! ¡La teta encima de mis langostinos!… (Que no es por quejarme pero fue un poco violento. Nadie nos había presentado).
¡Esa es otra! ¡Hay que joderse con los langostinos! La de trabajo que llevan para acabar no comiéndote apenas nada.
* ¿Que te los pelas a mano?
Acabas todo pringoso y con el plato lleno de cáscaras.
* ¿Que vas de ‘finolis’ y quieres usar cuchillo y tenedor para comerlos?
Eso parece una obra de ingeniería.
Y, digo yo, no podían venir los langostinos de fábrica con velcro?
Sería mucho menos complicado, dónde va a parar…
Plato, postplato, recontraplato…
La cena se transforma en un proceso más largo que el del piropo de un tartamudo. Los jugos gástricos todavía no han digerido el cordero que nos zampamos el día de Navidad y ya estamos dándoles marcha otra vez. Venga a comer y a comer y a comer, que parece que nos estemos cebando para la matanza. Luego, entramos al baño a liberar equipaje y lo tenemos ahí, en un rinconcito, asustao. El váter no sale de su asombro y es que, cuando le enseñamos el lugar por donde el sol no entra, al pobre le da un patatús. Menudo regalo de navidad que le damos. Es un oficio muy duro eso de ser váter y no está para nada reconocido.
Las uvas también llevan su liturgia, no os creáis. Lo primero es elegir las más pequeñas que si no, no hay manera de tragarlas. Hay quien les quita la piel, yo no, pero si que les quito las pepitas no vaya a ser que un buen día me germine una y me crezca un racimo de uvas en mitad del estómago y casi mejor que no, que el vino se me sube enseguida a la cabeza y ya me veo todo el día borracho.
Lo que siempre sucede es que mi señora madre empieza a comérselas nada más que aparecen los presentadores en La Puerta del Sol porque dice que si no, no le da tiempo y yo, que me siento a su lado en la mesa, me entretengo quitándoselas para que no pueda comérselas hasta que no llega la hora.
Como siempre estamos distraídos con nuestra particular batalla de Nochevieja, el reloj empieza a dar los cuartos y a lo que nos queremos dar cuenta ya lleva varias campanadas y terminamos metiéndonos las uvas a presión, llenándonos la boca como una ardilla y sin poder tragar ni una. A mi me entra siempre la risa floja y, en el momento menos sexy de toda mi vida, acabo el año sin haberme comido todas las uvas y chorreando jugo como un perro rabioso. ¡Pero las risas que me echo no me las quita nadie!, así que espero que a vosotr@s os pase lo mismo y comencéis 2008 con una sonrisa en la cara. 😀